lunes, 12 de mayo de 2014

¿A QUÉ JUGAMOS?




         Es lo primero que oigo en cuanto pongo un pie en la calle acompañada de mis churumbelas. Porque no, no se puede caminar por la calle tranquilamente, observando el paisaje urbano y comentando algún acaecer irrelevante, no. Hay que vivir en una diversión continua, en un festival del ocio, un jolgorio lúdico sin fin, un peripatético residir en los mundos de Yupi propio de diminutas ludópatas.

-         “¿A qué jugamos?”


Yo también podría hacer un libro, ya ves


         Al principio, la Princesa Caradefresa tuvo completamente invadido este dominio. Ella preguntaba y ella “sugería” a qué se jugaba. Pero, ¡ay! los días de la hegemonía recreativa terminaron, y con ella, la paz y la calma.
         Si, es cierto, lo justo es que ambas decidan. Si yo no lo discuto. Pero a veces uno casi echa de menos ese dictatorial sosiego que, a modo de augusta pax romana, impregnaba nuestros desplazamientos en un pasado no tan lejano.
         Así que ahora me veo abocada a mediar entre las partes con más precauciones que si tuviera que mantener en equilibrio a una pareja de elefantes en monociclo cruzando un campo de minas. Y no sólo. Que luego está lo de jugar a algo constructivo y todas esas mandangas. (¡Aygs! Recuerdo cuando lo peor que podía pasarte era llevar la goma y que tocara comba, y que los únicos parias eran los que no querían jugar a burro.)
         No ceden. Ni la una ni la otra. Si una quiere jugar a la granja, la otra a policías. Si una a gatitos, la otra a “cuidadores de osos” (gran éxito recreativo del pasado que produjo incluso un álbum dibujado por Caradeardilla documentando la actividad de los osos en su entorno natural, a modo de cuaderno de campo). Que a la selva. Que al huerto. Que a los que arreglan casas. Que a restaurante. Y a reinas ya me niego. Aburrida me tienen con tanto guardia de palacio, tanto menú para prisioneros (rivalizando en repugnancia, como tiene que ser) y tanta insubordinación.
         Cuánto orgullo herido. Cuánto llanto y rechinar de dientes. Cuánto fatuo vislumbrar un fugaz enseñoramiento de las maternas voluntades. Cuánto regumiar fraternales ofensas imaginarias, rivalizando por unas migajas de efímero predominio. Cielos, qué cansado es ir por la calle de repente.
         Pero hete aquí que la bizantosalomónica solución vino, como no podía ser de otra manera, de mano del Epigrafista. “Mézclense ambos juegos”, dijo el oráculo. Y así hemos jugado a Pinocho y los dinosaurios, a faraones y sus camareros, a princesas bomberas, y a entrevistar a las hadas, con gran peligro de nuestra integridad psicológica y algún que otro esguince neuronal. De acuerdo con los últimos acontecimientos, me veo jugando a criadero de pollos ninja y a princesas vendedoras de huevos.

         Que no quiero a reinas, chicas, que no. Pues nada. Es como si lo tuvieran en el ADN. La semana pasada, volviendo del colegio:

-         “¿A qué jugamos?”
-         “A lo que quieras.“
-         “A reinas.“
-         “No, que ya estoy aburrida de tanta reina. “
-         “Pues a hadas.”
-         ”Vale. Yo era el hada de las nubes, o el hada del agua. ¿Cuál quieres ser tú?”
-         ”No tú la reina de las hadas.”
-         ”Que no, que no había reinas. Yo era un hada normal. ¿Y tú?”
-         ”Yo la reina de las hadas.”
-         ”¡Que en este juego no hay reinas! A ver, tú quién eras.”
-         ”Mmmmm… La reina de las hadas.”

No le voy a cansar, amable lector, con lo que fue un episodio “Buenos días Mr. Thompson” en toda regla. Pero no por estulticia, sino por desgaste del contrario (mala estrategia, hijas mías, a otro perro con ese hueso).




Finalmente llegamos a este punto:

-         “Bueeeeeno, Entonces yo era el hada cocinera.“
-         “El hada cocinera, muy bien. Yo soy el hada del agua y tu hermana el hada de la nieve. ¡Hola! ¿Qué estás haciendo, hada cocinera?“
-         “Estoy haciendo la comida, con mis reales manos….“

Ustedes perdonarán que no me chorreen sentimientos maternales de ricura y bonitosidad, pero es que me los he dejado en el otro bolso.



         Hijas mías: decía un antiguo jefe mío (gran persona, que a los efectos de este blog llámase el Cid), que vale tanto el pesado como el astuto. Y él, que ocupaba puesto de cierta responsabilidad y no gustaba de componendas estratégicas ni amistades interesadas, consiguió mucho a base de perseverancia e insistencia. Es un buen consejo. Pero con vuestra madre tiene poca efectividad.
          Si hay que dar la turra se da, pero darla paná es tontería.



1 comentario:

  1. Jajajaja. Es que la realeza se lleva en la sangre. Es imposible escapar de esas regias cualidades. Besotes!!!

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