miércoles, 19 de agosto de 2015

lunes, 17 de agosto de 2015

REALITY BITES, III



Patadas a Plutarco.

La Princesa Caradefresa, durante la cena:
-        Mamá, mamá, ¿tenemos polvo de hadas?
-        No, hija mía, de eso no nos queda.
-        ¿Y cómo se consigue?
-        No sé. Supongo que habrá que comprarlo. Cuando vaya a Mercadona ya compraré.
-        ¿En Mercadona?
-        Claro.

Antes de acostarnos, tenemos un tête a tête:
-       Mamá, ¿de verdad que venden polvo de hadas en Mercadona?
-        No hija, no venden, era una broma de mamá
-        Yo voy a ir a Nunca Jamás.
-        Pero cariño, no puedes. Nunca Jamás no es de verdad, es de una película.
-        (enfurruñada) ¿Entonces, no se puede ir?
-        No, hija.
-        Pero, ¿qué hay en las estrellas?
-        Las estrellas son unas bolas gigantes de fuego.
-        ¿¿¿???
-        Como el sol. ¿No estudiaste lo del sol y los planetas?
-        Si: Venus, Marte, la Tierra, Saturno…
-        Pues como el sol. El sol es una estrella.
-        Mamá, unos niños se rieron de mí por decir que Plutón es una estrella…

Finalmente, en la cama:
-        Mamá, estoy triste.
-        ¿Por qué, hija?
-        No existe Nunca Jamás. Y las estrellas son bolas de fuego.




Hijas mías: tendréis que perdonarme, pero así de repente, no me alcanza para hacerme a la idea de que no sois capaces de coger las ironías. A veces os trato como las niñas que sois, y luego, os enchufo un manguerazo de realidad sin contemplaciones. En serio, perdonad.
Lo de extenderme tanto en las dos entradas anteriores, sólo es para que me entendierais. Me cuesta.


viernes, 14 de agosto de 2015

REALITY BITES, II



Flashback de los tiempos legendarios XII

"Porque los niños, aun los más pequeñitos, son seres pensantes ... Casi podríamos decir que son seres humanos ..." (Les Luthiers)


Entonces quedamos en que CactusAfro, la pobre, no era precisamente J.K. Rowling, ni tampoco iba a conseguir la paz en oriente medio gracias a extraordinarias dotes diplomáticas. Y como de donde no hay no se puede sacar, pues eso de inventarme historietas, o seguirle el rollo a alguien que se la está inventando, o hacer como que sí tralarí tralará, aquí no ha pasado nada, corramos un estúpido velo, como que estaba completamente fuera de mi alcance.  

Corrían los años casimejormelocallo. Concretamente, era verano. A la tierna edad de 6 años mi abuelo Boanerges tuvo a bien llevarme a la playa, a un pequeño pueblo norteño de su conocimiento. Sí, habéis oído bien. ¿Boanerges y CactusAfro mano a mano dos semanas en una pensión rural, a pie de playa? (pero rural de verdad, de cuando el turismo rural no lo habían inventado). Quien conoció a Boanerges debe estar ojoplático. Anda ya el tándem playero y anda ya el contumaz realismo. Fantasías animadas de ayer y hoy, para qué os quiero. Pues no. Fue cierto. No sé si CactusAfro desprendía algún tipo de encanto arrebatador (que a todas luces fue perdiendo con los años hasta su más absoluto desvanecimiento) o que mi abuelo echaba de menos la pensión-taberna de la señá Fulanita y comer llámparas vivas sacadas a navaja (el tema gastronómico le tiraba mucho, para qué nos vamos a engañar). Lo cierto es que un domingo de verano me subieron en la Cirila, bien cargada de provisiones (el maletero de dicho vehículo fue mundialmente conocido como “la bodega”), y emprendimos camino a lo desconocido, para desconsuelo de mi hermana (aka MamiManitas) que no se dejó convencer por excusas pergeñadas mal y pronto, y todavía me lo recuerda (yo no tuve la culpa, de verdad. Dirija sus quejas al departamento correspondiente… si le dejan. Yo he tenido pocos éxitos en ese sentido). 


Primo de este, era.
Recuerdo que en mi etapa de Palas Atenea, mi compañera Johny tenía uno igual.




Recuerdo perfectamente haber bajado del coche y haber dicho esto:
“¡Por fin he visto el mar! Es que, abuelito, ya tengo 6 años. ¡6 años! ¡Y no había visto el mar! ¿Te lo puedes creer?” Poniendo cara de yaosvale, vamos.

(Estoy teniendo un flashback dentro del flashback: CactusAfro con 10 años, en la mesa, alzando los brazos al cielo y soltando: ”¡Cuantas cosas tengo que hacer! Yo creo que con 10 años es cuando más cosas tienes que hacer” Y toda la peña descogorciándose de la risa ante mi atónita mirada. Porque iba en serio. En ese momento me sentó fatal.) (Y luego dicen que lo de la preadolescencia nos lo hemos inventado ahora.)

También recuerdo haber pasado mucho calor el domingo, porque mi abuelo, revisando la maleta, estimó que el mejor atuendo que tenía, y por tanto el más adecuado para ir a la misa en la pinche iglesia de aquel pueblecito era… el uniforme del colegio. Con su falda gris plisada de tergal gordito, y su jersey azul marino de pico y manga larga (dándolo todo en estilismo, sí señor). Lo que se dice un atuendo fresquito (vale que yo he dicho localidad costera del Norte, pero no tan al Norte, cáspita, que no estábamos en Alaska pescando salmones).

Algunos días, no muchos, íbamos a la playa. A ver si nos entendemos. En esa playa, cuando iba yo con mi abuelo los días de diario, en pleno mes de agosto, como mucho había seis o siete personas más. Ciertamente era un cachoarena pequeño, o al menos yo así lo recuerdo, poco llano, y con piedras, así que no, no era la meca del solaz playero. Acusaba mucho la marea, y cuando ésta se retiraba, quedaban algunos huecos llenos de agua, las “pozas”, donde yo me bañaba (cada uno habla por lo suyo, y mi abuelo era de río, no de mar), sin que se me consintiera más que poner los pies en la orilla del mar, con el agua a la altura del tobillo (si mamá, como puedes ver tu padre te hizo caso, es increíble, lo sé). Yo obedecía dócilmente, pues habíaseme inculcado el más profundo terror hacia el mar en sí mismo (terror que aún me habita, gracias a todos los participantes, misión cumplida). Ya se sabe que las olas en un abrir y cerrar de ojos te envuelven, la resaca te arrastra mar adentro sin que te dé tiempo ni a respirar, y cuando consigues abrir los ojos las corrientes te han alejado tanto de la costa que ni un equipo de los geos con lancha de salvamento te podrían recuperar, estando toda tú abocada irremediablemente a la muerte por inanición en alta mar, mientras los besugos te mordisquean los pies.
Cada visita a la playa conllevaba búsqueda de llámparas por las rocas. Para comerlas, por supuesto, allí mismo. (Viviendo con mi abuelito un par de semanas alcancé yo a notar la necesidad de llevar siempre una navaja en el bolsillo: llámparas, chiflos de paja de centeno, rodajas de embutido, abrir frutos secos, desatornillar, pelar loquesea, desbastar palos para acomodarlos a la mano… ¿Cómo se puede vivir sin llevar una navaja en el bolsillo? ¿Qué había sido mi vida hasta entonces? Un sinsentido de dependencia total, de la que una sencilla navaja de bolsillo podía haberme librado. Ahora lo sabía. Seis años y yo sin navaja de bolsillo. Tenía que conseguir una peroyá.) 

Otras veces vagábamos por los alrededores, y por fin llegamos al punto. En una de éstas, íbamos por la chufacarretera caminando tranquilamente (eran otros tiempos, hijas mías, lo peor que podía pasar por allí era un tractor a la velocidad punta de 12 km/hora), y pasamos al lado de un espino, uno de los miles que había a la vera del camino, cuando mi abuelo se inclina y recoge una bolsa de plástico repleta de algo, con gran regocijo, a la voz de “¿Pero qué tenemos aquí?” (léase con el mismo retintín que cuando le quitas la nariz a un niño de guardería y luego finges tenerla presa entre tus dedos). Yo me extrañé, en primer lugar porque mi abuelo no pareció dudar ni un poco, y en segundo lugar porque tal tono era completamente impropio de Boanerges. Yo tuve la suerte de que me criaron como si fuera una persona humana normal con dominio de sus facultades mentales, y no estaba acostumbrada a melindres ni mohínes. Mucho menos en él, mi abuelo: no en vano a los efectos del blog llámase Boanerges. Así que, decíamos, yo ya andaba mosca con tanta ceremonia pamplinera.
A renglón seguido, abre la bolsa y me dice que dentro hay nueces y avellanas (más estupefacción), y que una ardilla las ha dejado allí (pasmo total), para mí, para nosotros (estupor y asombro a manos llenas). Debí de poner una cara rarísima, porque se vio en la necesidad de asegurar que sí, que seguro, que él la vio ayer mismo dejando las nueces y avellanas (a la ardilla), y huir a continuación, aprestándose al mismo tiempo a partir alguno de los frutos secos ofreciéndomelos como lo mejor del mundo.
Yo estaba dividida entre:

a) la natural repugnancia a comerme una cosa salida de una bolsa de plástico hallada prácticamente en la cuneta. Vale que no era yo precisamente Miss escrupulines, ni la princesa del guisante, pero eso era demasiado;
b) la sed que tenía en aquel momento unida a un sol de justicia francamente inusual por aquellos lares, hacían mucho menos apetecible una nuez o una avellana, la cual, por fuerza de la estacionalidad, debía estar encima algo rancia y medio resequía;  
c) la incongruencia de hallar nueces y avellanas en un espino. No es que yo fuera una experta en botánica, y vale que estaban en una bolsa de plástico, pero por algún motivo me chirriaba lo de encontrar frutos secos en un arbusto del que yo sabía perfectamente que lo suyo era que diera tapaculos. (Estoooo, no somos muy finos en mi pueblo a la hora de poner nombres, no. Pero a claridad no nos gana nadie. ¿A que os queda diáfano que no dan precisamente diarrea?);
d) la historia de la ardilla hacía aguas por todas partes, empezando por la naturaleza inherente al bicho, poco dada a la prodigalidad, y terminando por el uso de una bolsa de plástico por parte de un mamífero esciuromorfo (dibujos no pondrían en la tele, pero documentales de animales, mogollón);
e) la constatación de que mi propio abuelo me la quería colar, no entendiendo la razón dello. Ni por un momento se me pasó por las mientes que el asunto fuera puramente recreativo;
y f) el estupor que me provocaba ver a Boanerges, por muy abuelito mío que fuera, en modo… abuelito. Precisamente.

(Señores de Pixar que me están leyendo en secreto, que sí, que lo sé, que me tienen vigilada por sus cazatalentos más avezados, no se me hagan ahora los longuis. Aquí tienen ustedes un guión para una nueva película estilo Inside Out. Ya saben. Qué pasaría si el razonamiento tuviera sentimientos).



Pixar, 2017: Qué pasaría si las opciones tipo test tuvieran sentimientos


De todo lo que me cruzaba por la cabeza, lo que gritaba más fuerte era la d): “¡No puede ser! ¡La historia de la ardilla no puede ser!”, así que fue lo que me salió por la boca, quedando acallados el resto de pensamientos. La inicial porfía infantil se topó con todo tipo de argumentos abuelescos del tipo “si lo ví yo ayer mismo, por la tarde fue", "y la ardilla era marrón” (Nunca he sido capaz de construir la imagen mental de Boanerges, el día antes, recolectando frutos secos, preparando la bolsa y yendo a dejarla en la zarza con el mayor de los sigilos, regocijándose por adelantado del resultado. Por cierto, ahora que lo pienso. Estábamos sólos él y yo. ¿Me dejó sola a mi suerte una calurosa tarde de agosto en un remoto pueblo norteño mientras que aprestaba el asunto? Mamá, de lo dicho nada. No te hizo caso. Era mucho Boanerges.)
De pronto caí en la cuenta de la absurdez de la situación. El absurdo está infravalorado, es un activo en sí mismo (mucho más que la ausencia de datos es un dato en sí mismo) (Pixar, 2020: el absurdo, la ausencia de datos, el cero y el silencio, tienen sentimientos y se dan cuenta de que son ninguneados. Deciden rebelarse ausentándose, con terribles consecuencias. Venga, a partir de aquí sigan ustedes, señores de Pixar, que no se lo voy a hacer yo todo). El absurdo, decía, tiene una potencia inusitada. En ese momento la percepción del absurdo me hizo saltar algo así como siete escalones de golpe en la cadena evolutiva, a nivel cerebral. Yo me noté como un terremoto en el cerebro. Un descoloque tremendo, que parió un pensamiento nuevo y distinto, de un tipo que yo no conocía. No era una nueva opción g). Era un universo paralelo de emoticonos saltarines. Todo en un nanosegundo. O igual fue que, efectivamente, también el razonamiento tiene sentimientos: me dio pena. Mi abuelo, por alguna razón que yo desconocía, quería que yo aceptara la historia de la ardilla, y se le veía tan ilusionado que me dio pena. Y le dije que sí, que vale. No me lo creía ni yo. No lo de la ardilla, que tampoco, sino el estar asintiendo a un despropósito tal. Hasta me comí una nuez. Y qué contento estaba, el pobre. A gusto quedó.



Hijas mías
1.- No, en serio, el mar tiene su riesgo. Incluso playas muy acotadas, de mares plácidos (lo que yo llamo “bañarse en un cuenco de sopa”), no son completamente de fiar. Me vais a llamar exagerada, pero cualquier masa grande de agua es a respetar. Yo tengo una compañera, expertísima nadadora y en plena forma, que estuvo a punto de morir ahogada en un embalse el verano pasado.
El océano ya ni te cuento: lo de las corrientes y la resaca es cierto, ojito con alejarse mar adentro. En la misma playa de la historia, unos años antes, hubo que lamentar ahogamientos por descuidarse las interfectas y adentrarse demasiado en el mar, sin que la Guardia Civil ni vuestro abuelo Chacal (que por aquél entonces era campeón de natación) pudieran hacer nada por ellas. Ya, ya lo sé, que vosotras nadáis muy bien y tal y cual (o eso espero). Pues no. Esto es como los accidentes de tráfico. Que sepas conducir y lo hagas bien no te garantiza inmunidad.
De lo que es una playa de océano-océano, esos bordes de tierra sin plataforma continental ni ná, que pones un pie afuera y te precipitas en un barranco abisal, ya ni hablamos. Me dan sudores fríos e inmensofobia al mismo tiempo.
2.- Si queréis que os haga huevos revueltos con tomate al estilo de mi abuelo, me lo tenéis que recordar. Nunca me acuerdo de este plato cuando estoy pensando qué poner para cenar.



  P.S. Pixar, 2022: los incisos de un texto tienen sentimientos. Ahí lo dejo. 




Edito porque ayer pasaron dos cosas:

- "Mira papá, ahí hay caraculos" (Princesa Caradeardilla dixit). 
Muy bien, hija. Ahora sólo te falta distinguir los insultos de los frutos del espino.

- Ayer ví Inside Out y tengo que añadir algo a la lista.
Ya ha sucedido. Pixar 2015: qué pasaría si las islas volcánicas tuvieran sentimientos.