lunes, 20 de mayo de 2013

MI FAMILIA Y OTROS ANIMALES


Uno de los primeros libros que leí varias veces fue Mi familia y otros animales, quién sabe de dónde salió. No es que hubiera muchos libros en mi casa (las cosas como son, Maestra, que ya sabemos que luego lo niegas todo). Libros de texto, todos los que quisieras, para todas las edades, amontonados en aquel armario de la sala donde estudiábamos, que si abrías la portezuela, caían en cascada. Tantos, que a veces recortábamos las fotos de libros viejos para “ilustrar” los trabajos de clase (muérete de envidia, rincón del vago). Pero novelas o cuentos se podían contar con los dedos de las manos. Así que Gerry era un personaje de lo más familiar. Envidiaba abiertamente su infancia en Corfú y su educación “disfuncional”. Igual de familiares fueron su madre y hermanos. Concretamente Lawrence  me parecía un ser insufrible, y me sorprendió mucho saber años más tarde que figura en los anales de la literatura. (Demasiado tarde, Lawrence, ya puedes haber escrito Las Siete Obras Inmortales de Todos los Tiempos Habidos y Por Haber y Sus Tribulaciones, que no me vas a impresionar ni un poco, y mucho me temo que esa imagen tuya de convaleciente cargante farfullando desatinos pertrechado bajo una manta de caballo, no me la arrancan ni con K7. Y sí, esta vez demasiado tarde es demasiado tarde.)

Mucho me temo que mi vida no es ni la mitad de interesante que la de Gerald, pero me importa un pito, vamos. Que me da la gana de escribir un blog en la era de twitter, cuando los blogs están más pasados que los zapatos de rejilla, pues lo hago. Sin twitter, sin Facebook y sin ná de ná. Que por no tener, no tengo ni Internet en el móvil (creo que ya ni sacan tarifas de móvil que no incluyan Internet, somos una especie en extinción). Que para eso una es La Madreconcarné, con reconocimiento oficial, por mucho que sus hijos todavía estén de camino (vosotros dad bien de bocinazos, futuros hijos míos, a ver si se mueve esa fila). Y aquí salen los que diga yo, faltaría más.

Al parecer cuando empiezas un blog, lo que te sale es explicar el por qué. Justificarse, vamos, que la palabreja tiene una connotación negativa, pero no tendría porqué. Y es verdad que te sale, al menos comedidamente.
El tema “diario” siempre me moló, y tuve un amago en mi más tierna infancia, pero apenas cogí el boli y puse tres palabras una tras de otra, me percaté del sinsentido. No lo sabría explicar, porque desde luego a introversión no me ganaba nadie, pero aquello era baldío, como desierto, y no se volvió a repetir al día siguiente ni ningún día más. Eso sí, me lo pasé pipa escogiendo un cuaderno y decorando la primera página, y discurriendo dónde podría esconderlo para que mis hermanos, a los que tenía más miedo que a un nublado, no me lo cogieran. Creo que acabó reconvertido en recetario  de cocina, o algo así.
Luego me pasé a las cartas. Eso sí que molaba, porque era como un diario, pero se lo contabas a alguien amigo, y además quedaba constancia (extrañamente siempre me importó), e incluso podía ser que te contestaran. Llegué a escribir cartas de cuatro y cinco folios, y tardar varios días: las buenas amistades, es lo que tienen. Hasta me planteé escribir una novela en forma de intercambio de cartas (sólo hace un par de años que descubrí 84 charing cross road, así que en aquel entonces me parecía haberlo inventado yo), proyecto que, por supuesto, nunca llegó a ninguna parte, aplicando los principios de la procrastinación y “lo mejor es mejor que lo bueno (reconozcámoslo: contra semejantes enemigos tenía pocas posibilidades). Hace muchos años que no escribo cartas. Muchísimos. No me voy a excusar diciendo que se hace muy pesado escribir a mano tantas páginas, porque con el teclado soy un hacha y tampoco me pongo a escribir su equivalente en mails.
Pero ¡ah!, hete aquí que apareció el extraordinario mundo de los blogs. Al principio no les hice mucho caso (hay que reconocer que el mundo blogueril ha mejorado mucho y está más organizado), aunque acabé siguiendo algunos, mayoritariamente de cocina. A punto estuve de abrir un blog con mis experimentos culinarios, pero… ¡maldición! ¡perdición! ¡“huevos con aceite”ya estaba cogido, y ni siquiera era un blog de cocina! Así que deseché la idea. Si no le puedo poner un nombre molón, no juego, ala, os fastidiáis, que la pelota es mía.




En algún sitio leí que el primer verso de un poema es un regalo de los dioses. Pues sí. Un primer verso afortunado tiene una fuerza morrocotuda, tanto para el que lo lee como para el que lo escribe. Yo no llego a tanto, pero reconozco que la idea me golpeó casi físicamente, como un coup de foudre o una inspiración divina. Y además se parece a los diarios y a las cartas (cartas que sólo hay que escribir una vez y ya reciben todos, sin tener que repetir cien veces lo mismo: la vagancia también tiene su parte). Y además deja constancia. Qué más se puede pedir.

Este es mi blog, el blog de la Madre con carné y sus bestezuelas aledañas. Si algún día llega a best-seller, tomadlo como una de las señales que preceden al apocalipsis.





P.S. (reflexiones colindantes): con frecuencia se oye que, para escribir, como para tantas otras cosas, lo más importante es empezar. Discrepo. Empezar, no es que esté chupado, pero es mucho más arduo seguir. Y los finales. Los finales son lo más chungo. Cualquier desaprensivo aporreando un teclado puede escribir un principio, incluso un buen principio. Pero los finales son difíciles. El final mismo se las trae, en su misma mismidad. Pero además están los que leen, que lo realizan de modos distintos, vete tú a saber cómo, y siempre hay alguien descontento, desazonado, decepcionado, aunque con frecuencia no sabrían decir lo que les gustaría.

Los finales son lo peor, pueden torturarte durante meses. No hay modo de cerrar todos los ciclos. Es como acabar todas las historias abiertas de La historia interminable.



Futuros hijos míos:
1.- Así es, vosotros sois los que me habéis hecho escribir en el buscador Google “como hacerse un blog”. Nadie lo había conseguido antes.

2.- La libretina de recetas de cuando tenía 12 años está en la cocina, y también hay algunas fichas decoradas con unas pegatinas que me chiflaban entonces, creo que son las únicas pegatinas que tuve en toda mi infancia. No, no es el mismo cuaderno del que se habla en esta entrada. Me la dio mi madre como cosa especial, para que anotara las recetas y por entonces las libretas elegantes y con clase eran así: con las tapas negras y los cantos rojos. Pedídmela y os la enseñaré, pero mucho cuidadito con ella. A ver si nos da tiempo de hacer una receta cada fin de semana. Luego las haremos con los primos ¿vale? Ya veréis lo rico que está todo.





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