miércoles, 12 de agosto de 2015

REALITY BITES, I



La nueva y esperada trilogía de la Madreconcarné.

Porque no era suficiente con un solo curso para comprender a sus hijos.

Esta historia comienza mucho antes de que yo me diera cuenta de que era una historia (hasta aquí la cita cinematográfica, qué bien he quedado, hecha una cosa más de esas que siempre quisiste hacer. Ya sólo me falta meter en una entrada alguna frase de Silvio Rodríguez. O mejor aún, de Atahualpa Yupanqui, que es menos conocido y quedo como seguidora de cosasguaises de culto, con lo que viste eso).
Entonces, decía (qué bien se me da desbarrar, digo razonar fuera del recipiente, me tenían que contratar Les Luthiers), que yo no sabía que esto fuera una historia, ni que tuviera algo que ver con alguna de vosotras, hijas mías, o siquiera que fuera digno de ser contado. Es una de las muchas aventuras de CactusAfro quasi reprimidas por mi mente adulta. (Para los no iniciados, la Madreconcarné ha sufrido diversas reencarnaciones o estadios mutantes. Su fase larval o infantil es CactusAfro).

CactusAfro era una niña que vivía por completo en la higuera, socialmente hablando. Quiero decir que se me había educado, involuntariamente pero de modo eficaz (a través del ejemplo, principalmente) en la más completa honestidad con respecto a los demás. Una honestidad rozante con la incorrección social en todos los aspectos. (Rozante incluso con el salvajismo social, en algún aspecto en concreto, para qué nos vamos a engañar. A ver si saco tiempo para un par de entradas ilustrativas.)
Uno de dichos aspectos era lo que largaba. Sí, yo era de esos niños que lo sueltan todo delante de cualquiera con la mayor candidez, y dándosele una higa de las convenciones mundanas (que por otra parte, desconocí casi completamente hasta una edad dramáticamente avanzada). Concretamente recuerdo haber visto la factura de la gotelización alternativa de casa (¡aaaargggg! ¡odio el gotelé! ¡LO ODIO! Y si es de tipo fantasioso, mucho peor), y habérsela cantado al primer invitado que vino a admirarlo. Ocasión a la que se sumaron incontables anécdotas que mi consciencia no registró debidamente (la fulminancia de miradas maternas acompañadas de abrupto improperio, sin embargo, sí que la recuerdo: qué caprichosa es la psique humana). Vosotros diréis que todos los niños son así. Un poco, no os voy a decir que no, pero en serio, lo mío fue hasta bastante tarde. Tardé un montón en caerme del guindo. Al fin y al cabo, la evidencia es la evidencia. Y la convención social sólo una construcción convenida conveniente de arreglo, sostenida por los pilares sobreentendidos de lo implícito y los arbotantes virtuales de lo tácito.
 (Si me lee alguien de mi pasado que se tiene por ofendido porque no le di los buenos días con la mejor de mis sonrisas, porque no fui a verle actuar en su momento estelar, porque no le dije que todo iba a salir bien contra toda evidencia, porque me invitaron a comer y yo ni siquiera llevé una botella de vino, porque lo normal hubiera sido corresponder de modo formal a su regalo-invitación-cumplido-ofrecimiento etc…, que sepáis que de ningún modo podía yo haber aprendido a hacer esas cosas y muchas otras que pertenecen al acervo de la politesse social. Ahora que si no os lo creéis y seguís ofendidos, allá vosotros. He dicho.) 

Para entender esta historia también hay que conocer otra característica de la curiosa idiosincrasia de CactusAfro (y que me ha marcado más de lo que me gusta reconocer): la ausencia de ficción en mi infancia. Para mí era tan natural que no había sido consciente de ello hasta hace bien poco. Y con ficción quiero decir narrativa, fabulación, mitología, consejas. Y con ausencia quiero decir ausencia: erial, páramo, desierto de novelación. Sucesión de días uno tras otro sin nada más que la cruda realidad. Otro gallo me hubiera cantado si alguien me hubiera leído o contado aunque solo fuera un cuento antes de ir a dormir. Miento, sí que me contaron un cuento, una vez. El del rey que tenía tres hijas, las metió en tres botijas, y las tapó con pez quieresquetelocuenteotravez. Y punto. (Por cierto, que yo me imaginaba una merluza encima de las botijas, botijas tapadas con un corcho gordo de los de garrafón de 16 litros de boca ancha, que yo tan bien conocía, y tal imagen no me llamaba la atención nada de nada. Ya os digo: nunca cuestionaba el realismo. Ni siquiera el absurrealismo mágico). 



Garrafón de 16 litros de boca ancha

Es lo más parecido que he podido encontrar, pero el nuestro tenía la superficie de arriba oscura porque era un auténtico corcho hecho de una sola pieza de corteza de alcornoque


¿Dibujos animados? Pues un capítulo por semana. Uno. En tooooda la semana. Creo recordar que luego, en un alarde de liberalidad sin parangón, la cosa pasó a dos. (Menudo disgusto que me llevé por perderme el capítulo de Heidi para ir a comprar el vestido de primera comunión. Como si fuera ayer, me acuerdo. Y encima no me compraron el que yo quería de Señorita Escarlata, que era horripirmosísimo… pero esa es otra historia que será contada en otra ocasión.) (¿Reflexionando por caminos sinuosos, yo? Naaaaa…).
¿Películas infantiles? Recuerdo perfectamente el desasosiego y el mal cuerpo que me dejó una serie italiana que “teníamos que ver” por ser supuestamente infantil: recreaba Pinocho. Atroz. Una cosa entre “Los otros” y “Los miserables”. El hada se volvía una tía loca tipo Baby Jane, no os digo más. De fantasía, nada. Cutrerealismo de mierda a tope. Tengamos en cuenta, para más inri, que la tele era en blanco y negro.


Vengo a hacer realidad todos tus deseeeeos...


(Pues sí. Tenía ganas de contar esto en el blog. No se le hace eso a una generación entera de niños, señores cineastas, Pinocho echado a perder pa los restos, que esto ya no hay película Disney que lo levante, por Dios. Y no me vengan con que es culpa nuestra por ver una película que no era para niños porque estamos hablando de Pinocho. Pi-no-cho.) (Saustealacontumazporquería, leñe).
Así que, resumiendo, hallábase CactusAfro instalada en la más cruda realidad y nada entrenada en fantasías y caprichos mundanos. No os digo más que cuando vi Mary Poppins a la edad de doce años, me produjo tal impresión (positiva) que salí eufórica y estuve como volando una semana. Desde entonces es de las películas que más buen rollo me dan (mi parte preferida es la canción de las sufragistas, como muy bien señaló Tom).



Hijas mías:

1.- A vosotras no os tengo que explicar que vivir la primera infancia con solamente la cruda realidad, no es lo más (lecciones me podríais dar). Pero no os preocupéis. Se recupera uno pronto.
Además, es bueno para asumir ciertas situaciones de la vida adulta. Que sí. Sólo tenéis que mirar a vuestro alrededor. De moñas y reveníos está el mundo lleno. Por no hablar de Antoñita la fantástica y su primo Bulomán, que están a la orden del día. Da pena ver gente hecha y derecha que no es capaz de aceptar una realidad que no les gusta. No subestiméis la capacidad de ciertos individuos, y no pocos, para deformar a placer una realidad que a su ego no conviene (y luego se lo tragan, en serio, si es que es alucinante). Cuesta de creer.

2.- Mucho me temo que la primera comunión la haréis con los vestidos de vuestras primas. Eso es así. Aquí gastamos regla de las tres erres (Reducir, Reutilizar, Reciclar) en abundancia, ya lo habréis notado. No hay ningún vestido tipo señorita Escarlata a disposición, lo siento Caradeardilla. En compensación, os estoy dejando plimplaros las temporadas completas de Heidi, nueva versión (No os acordaréis, pero el capítulo en que Clara echa a andar, ni os cuento los saltos que pegasteis. CaradeArdilla casi llora de la emoción. Caradefresa gritaba. Desde entonces el sofá no ha vuelto a ser el mismo). 


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