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PrincesaCaradeFresa: “… y Fulanito nos dijo que éramos unas putas.”
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PrincesaCaradeArdilla: “Pero era de broma.” (…) “Pero no lo decía con mala intención.”
Hijas
mías, es urgente. Es urgente que hablemos para que no os pase lo que a mí.
De
todo mi ámbito es conocido que soy una persona con poca paciencia para las
tontás, y con mucha menos cuando las tontás son ofensivas. Según a quién
preguntes incluso te pueden decir que soy una borde. Y según quien lo diga, podría
llevar razón. Mi instinto natural es revolverme con muy malas pulgas, tengo que
echar mano del autocontrol para cortar los exabruptos, y creo que mucho de ese
arranque cuasi congénito se lo debo a lo que me hicieron pasar mis hermanos mayores
en mi fase Cactusafro.
Con estos mimbres, no parece que sea de las que quitan importancia al acoso
sufrido en propias carnes ¿no?
Pues
no. Aun así. Es increíble. Está tan en el ambiente, que acabamos
normalizándolo. Excusándolo. Es que “no es para tanto”. Es que “si todos lo
hacen”. Es que “déjalo pasar”. Es que “no te lo tomes así”. Es que “estás exagerando”. Es que “mujer, no
era eso lo que quiso decir”. Es que, es que, es que. Pues no sería lo que
quería decir, pero es lo que dijo. (Estoy del "no era lo que quería decir" hasta el mismo moño). Y si en vez de lo que dijo, es lo que hizo,
peor me lo pones. Y nosotras ahí, no sólo aguantando mecha, sino que encima sin
darle importancia o excusándolo.
Yo
siempre creí que no había sido acosada nunca. Vamos, alguna verbalización fuera
del tiesto, pero acosada no. Que había tenido esa suerte. Bueno, no es que lo
creyera tal cual, sino que, al no estar traumatizada por experiencias de ese
tipo, nunca me lo había ni planteado.
Ha
hecho falta que se levante una ola de denuncias para que me haya parado a
pensar. Y me han salido al menos cuatro. Cuatro de las potentes, no estamos
hablando de que me llamaron hijadetal, me silbaron babosamente por la calle, me
vomitaron un ascopiropo o similares, ni las veces que me pusieron pública o
privadamente de estrecha porque, sencillamente, estaba claro que no era de las
que cedía a presiones. De esas me han venido tantas a la memoria que no llevo ni
la cuenta, incluyendo una ocasión en la que plugo al ego del interfecto
difundir en toooodo nuestro común entorno una información en cuanto yo estaría bebiendo los vientos, información
no sólo falsa, sino radical y visceralmente opuesta a la realidad (vomitonas me
dan de sólo acordarme).
Y
no, no me vale lo de ir provocando. Sólo para la reseña: no me he emborrachado en
mi vida, y en palabras de mi amiga LaJefa, toda mi ropa era “frígida”. Así que no, no es “culpa mía”.
Pero aunque “lo fuera”. Por supuesto.
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Hay gente que tiene un defecto anatómico importante, y eso no es "culpa mía". |
1.-
La vez que iba en el metro y uno que iba sentado a mi lado empezó a ponerme la
mano en la pierna. Al principio muy suave y como casual. Tanto que me entraron
dudas de si no sería accidental (spoiler: no lo era). Luego empezó a mover la
mano de adelante a atrás, abarcando cada vez más campo. Cometí la tontería de
pensar que podía seguir siendo accidental, al fin y al cabo nuestros asientos
estaban pegados y ni siquiera me miraba. (ojo, hijas mías: se aprovechan de
eso, van invadiendo tu espacio poco a poco para que al principio no te llame la
atención; así luego te entra la duda de si es o no es). Cuando abarcó
suficiente para que no me quedaran dudas, me puse de pie y, delante de todo el
mundo, le grité que dejara de tocarme, cacho guarro. No dijo ni
palabra. Se levantó, fue junto a la puerta, y en la siguiente estación bajó del
vagón con la cabeza gacha. El público presente ni se inmutó. Así que, hijas
mías, que no os de vergüenza porque haya gente delante. Vergüenza le tenía que
dar al acosador y no se la da. Por cierto, que cuando recuerdo este episodio
sólo lamento no haberme plantado antes. Recordad: si te empiezan a entrar serias dudas de si un contacto físico es acoso,
es que lo es.
2.-
La vez que iba en un autobús urbano bastante lleno y el que iba detrás de mí se
puso a arrimar cebolleta arduamente desde donde yo no alcanzaba a verlo (no sé
reflejar cosa tan asquerosa en modo más circunlóquico). Comencé a cometer el
mismo error de antes, el de pensar que era accidental porque el autobús iba
bastante lleno. Pero por suerte tenía ya en mi haber la experiencia nº 1, de
modo que, analizado fríamente, llegué a la rápida conclusión de que no, no era
un accidente (pista: llevaba toda la vida viajando en autobuses atestados y,
mira qué coincidencia, era la primera vez que notaba esta apretura en
particular). De modo que reaccioné clavándole el tacón del zapato en un pie y
dándome la vuelta para afearle su conducta cara a cara. Lástima no haber
llevado stilettos. Lástima que aún no había hecho el
curso de krav maga. Ni apreturas ni apreturos, no veas lo rápido que corrió
el aire. Así que, hijas mías, no lo dudéis, si empiezas a plantearte si un contacto físico es acoso, es que lo es.
(Que
no, que no dudéis hijas mías, aun suponiendo una situación menos clara, se
merece el mismo pisotón y el mismo reproche: que hubiera ido con más cuidado.
Yo también iba en un autobús repleto, en montones de ellos he ido, y, mira qué
casualidad, no voy palpando por donde no debo.)
3.-
La vez que un alto funcionario de la FAO me invitó a subir a su habitación del
hotel y darme un masaje. Tal cual. No hay equívocos, si acaso hay agravantes.
Veréis, en aquella época yo trabajaba intermitentemente como guía turística (la
variedad competencial de vuestra madre os deja ojopláticas, hijas mías, lo sé).
Este interfecto, por llamarlo algo (que se me ocurren muchas otras denominaciones), era el mandamás de la delegación de cierto
país ante la FAO, y se alojaba en el hotel más caro, con diferencia, de la
ciudad. A través del hotel realicé un servicio de guía para dicha delegación
que duró todo el santo día y sobre el que sólo tengo cosas buenas que decir.
Sólo una anotación: las mujeres del grupo, en su mayoría esposas de, en cuanto
tuvimos un momento de asueto en petit
comité, satisficieron lo que parecía ser su única curiosidad, esto es, si
yo estaba soltera y sin compromiso. No disimularon su alivio al saber que
estaba emparejada de modo estable, lo que me llamó la atención.
Sucedió
al final del día, en el recibidor del hotel, y tras preguntarme cuánto me debía,
apartados del grupo. Con el taco de billetes en la mano me preguntó de un modo
absolutamente amable y nada baboso si me dolía el cuello (yo estaba haciendo un
gesto de estiramiento). Tras contestarle que bueno, que un poco, se ofreció
para darme un masaje, dentro de un rato, o en algún otro momento, ya que, según
sus palabras, era algo que se le daba bien. Cuando estaba para pagarme. Repito,
porque ahora que lo estoy escribiendo con años de distancia me parece increíble: todo esto me lo dijo la persona de quien dependía que yo cobrase mi trabajo, en
el recibidor del mismo hotel donde se alojaba, mientras sostenía mi dinero en
su mano.
Hijas
mías, seguramente me hayáis oído decir alguna vez que de cien veces que parezco
tonta, del orden de noventayocho es porque soy tonta. Pero las otras dos me lo hago. Y me lo hago con una maestría sin igual (así que nunca podéis estar seguras de si no me entero o si estoy haciendo el paripé para pillaros, muuaahaha). Esta fue una de esas
veces. Sin alterar lo más mínimo un músculo y con la mejor de mis sonrisas
contesté, incluso con un deje saltarín en la voz: “¿Ah, si? ¿Se le dan bien los masajes? ¡Qué casualidad! ¡Igual que a mi marido!”
Y sin dejar de sonreír, alargué la mano, tomé mi dinero y me despedí
amablemente de él y a continuación me desvié unos pasos para despedirme del
resto del grupo. Dicho sea de paso, hijas mías, aún no habíamos celebrado la
boda vuestro padre y yo, pero en una situación así no os cortéis en afirmar lo
que sea si os va a facilitar una vía de escape y un buen zasca todo en uno.
Tengo
que decir que cuando lo cuento suena tan claro, tan evidente, tan fuera de toda
duda, que me asombra. Porque yo lo viví. Y cuando vives una cosa así te pasa lo
mismo que en el metro y en el autobús. No suena tan fuera de lugar. Casi te entran dudas de si, en realidad, es
algo inocente. No suena tan rematadamente
mal en ese momento. No te rebuzna en los oídos. En ningún momento semejante
invitación, realizada a muy poca distancia de donde se alojaba mi pagador, y previa
a la entrega de un dinero que se me debía, chirriaba, ni sonaba rijosa. Por
supuesto que no se te ocurre aceptar, pero lo que quiero decir es que en ese
momento, no parece tan absolutamente obvio como en realidad es. Tened en cuenta
que una persona que dice este tipo de cosas, no es la primera vez que lo
hace, y sabe cómo actuar para que no resulte estridente. Esto os lo digo por
dos motivos, hijas mías. El primero para que no dudéis: es acoso del chungo,
del peor, aunque los modos no sean los de un neandertal y todo esté muy bien
traído, casi parece natural. Y el segundo para que sepáis que me lo podéis
contar, que no os voy a juzgar. Porque lo sé. Sé que desde dentro no se veía
igual.
4.-
La vez que, entre todas, nos reímos de un prestigioso académico, escritor e historiador
del arte, porque no pudimos hacer más, y sólo siento que no haya sido en su misma
cara.
Lo
confieso. Escribo esto con cierto miedo. Ha pasado mucho tiempo, pero esta
persona sigue viva (por increíble que parezca: de este episodio hace
bastantes años, y por entonces ya era un viejo verde en su doble significado:
viejo y verde), y en su mundillo sigue teniendo influencias.
Todo
sucedió cuando trabajaba sobre cierto monumento emblemático que figura en todos
los malditos libros de historia del arte, y el susodicho interfecto era una de
las 16 personas, dieciséis, ni una más ni una menos, integrantes de la
supercomisiónsomoslomejorcito que decía un disparate tras otro sobre lo que
teníamos que hacer. Pero puros desvaríos (aunque eso es otra historia y tal vez
será contada en otra ocasión). No me voy a extender sobre el sindiós vivido en
lo profesional. El caso es que el tal no nos caía
tan mal, a mi compañera y a mí, principalmente porque parecía un abuelito muy
amable que la mayoría del tiempo se abstenía de decir simplezas, incluso,
fíjate, a veces nos pedía opinión (pedir la opinión de quien se pasa delante
del asunto a tratar, ocho horas al día desde hace meses, quizás es una buena
idea, pero os aseguro que fue el único de los 16) (nooooo, el que ninguno de los
supercomisionados, todos ellos unos señores que se tenían a sí mismos por muy
importantes, ni siquiera se lo plantease, no tiene naaaaada que ver con que las
trabajadoras al pie del cañón fueramos mujeres. No lo digo por nada. No lo digo
porque mis comentarios cayeron en saco roto hasta que casualmente apareció un prójimo que extraprofesionalmente pasaba por allí, y opinó, adivinad, lo mismo
exactamente. Es perfectamente lógico que cuando lo dije yo fueran naderías que
ni siquiera merecían ser escuchadas y un mes después, en boca de un hombre, fueran observaciones de
gran agudeza. No lo digo por eso. Ni por nada. Sería casualidad.) (Vale, ya lo
dejo. Que, ya si eso, lo cuento en otra ocasión.)
El
caso es que un día sí y otro también, y a pesar de que no nos permitíamos
familiaridad alguna con tan egregio personaje, que ni nos atrevíamos a apearle
del usted, quién sabe cómo, el bracete que no se suelta, luego una mano aquí,
otra allá, y al cabo de dos o tres rounds, que si otra vez del bracete, la mano
aquella, que si uy ahora me apoyo, una palmadita de despedida, y se te quedaba
cara de incrédula por el notable repaso padecido, principalmente porque el
interfecto tenía la muy respetable edad de Matusalén. Y parecía Matusalén. No
sabía ná, ni ná, el Matusalén de las narices. Hasta lo comentamos, todo lo burlonamente
de que éramos capaces de tomarnos a chiste situación tan lamentable en persona
tan principal y decrépita. Con nosotras la cosa no pasó de ahí, mayormente
porque no coincidimos más (desde luego hicimos por no coincidir). Pero nuestra
pobre vecina no tuvo tanta suerte.
Cuando el gran académico, de apariencia
abuelil, se interesó por su trabajo (que obviamente estaba en el estudio donde
trabajaba), sin reticencia ninguna, e incluso sintiéndose honrada por el
interés que suscitaba su trabajo en tan docta persona, lo condujo allí. En
cuanto entraron, sin mediar palabra, se abalanzó sobre ella. Que lo rechazó. Y
de nuevo. Y más. Así hasta que la muchacha huyó. Tuvo que huir de su propio
estudio. No se lo contó a nadie. La historia de siempre: quién me va a creer.
Lo tenía todo en contra (académico de renombre, abuelo venerable, lo llevé a mi
estudio, a mí nadie me conoce, soy sospechosa como profesional del ramo que
podría desear prosperar …). Más que eso: parecía una historia ridícula (yo estoy
segura de que el interfecto precisamente contaba con ello). Pasó más de una
semana como alma en pena llorando por las esquinas hasta que juntó el
suficiente valor para decirnos que le había pasado algo, y quién era el
culpable, y que no se atrevía a contarlo, pero que era muy fuerte, y muy
desagradable, y que no la íbamos a creer. Tengo que decir que estallamos de
risa. Igual no es lo más adecuado para consolar a una persona destrozada por
dentro, pero fue lo que nos salió. Estaba claro. Más claro que el agua. Así que
le relatamos nuestras idas y vueltas con el sujeto y esto la animó a contarnos
todo. Y sí, tenía razón, era muy fuerte. No estamos hablando de acoso, sino de agresión.
Y encima, la pobre mujer, al tener que rechazarlo físicamente, de lo que tenía
miedo era de hacerle daño, porque el agresor era casi una momia.
Quedamos
con nuestra vecina varias veces, para hablar del tema y reírnos a carcajadas
del interfecto, lo que fue bastante curativo para ella. Ni se nos pasó por la
cabeza a ninguna que podríamos poner las cartas boca arriba, y lo siento. Si
hubiera sido hoy en día, se lo habría propuesto seriamente. No sólo porque es
de justicia, también por otros dos motivos. El primero, que, si en las
circunstancias que he descrito hizo lo que hizo, estoy completamente segura de
que este individuo llevaba toda su vida acosando y agrediendo, principalmente a
mujeres sobre las que podía ejercer cierto ascendente profesional. De haber
podido dar publicidad al asunto, habrían aparecido más víctimas y hubiera sido
más fácil llevarlo adelante. Mas eran los tiempos protointernéticos, san google
no era lo que ahora es, y las redes sociales no estaban ni en mantillas. El
segundo motivo es que también estoy completamente segura de que lo volvió a
hacer.
No
sé si esto es todo, pero es de lo que me acuerdo. Tengo que decir que, dentro
de lo que cabe (y con dentro de lo que cabe me refiero a que depende de con
qué lo compares), yo he tenido bastante “suerte”. He tenido la “suerte” de pasar
toda una adolescencia y parte de la juventud plagada de acné, que la mayoría
de la ropa no me favorecía (maldita moda de los 80), y de haber tenido un ingobernable nido en la cabeza. He tenido la “suerte” de no
parecer una modelo, por decirlo mal y pronto. He tenido la “suerte” de pasar por una ser persona borde y de no parecer
vulnerable. Y sobre todo, sobre todo (pero sobretodosobretodosobretodo), he
tenido la “suerte” de que todo esto me pasara a partir de los veintibastantes años,
de tal manera que, aunque pasas un sofocón bastante fino, ya es una edad como
para que no quede secuela más allá de un par de días, y que incluso te lo
puedas tomar a risa con la concurrencia de circunstancias ridículas (y que al
mes ya ni te acuerdes). Sólo espero que vosotras tengáis mucha más suerte. Pero suerte de la de verdad, y no “suerte” como yo.
Hijas mías:
1.-
No se puede consentir. Ni una. Si no sabéis cómo actuar, pedid ayuda. Yo os
ayudaré. Da igual la situación en que estuvierais envueltas. Da igual que no
hayáis sabido reaccionar igual que lo hice yo. Da igual que hayáis picado el anzuelo. Da igual que en el fondo penséis
que también es “culpa” vuestra (spoiler: no lo es). Da igual todo. Prometo no
ensañarme con el “te lo dije”. Y si no puedo ser yo, tenéis padre, hermana, tías,
tíos, primas, primos, madrinas, padrinos y demás familia. No estáis solas.
(Una
cosa os digo: no os confundáis, que nos conocemos. Que aquí somos mucho de
interpretar hasta el extremo. Esto no es una patente de corso para recorrer Ibiza de rave en rave como bacantes en biquini
de lúrex. Todas las normas que
hayamos establecido sobre cómo, cuándo, dónde, con quién y hasta qué hora salir,
siguen en vigor. Y las de la prudencia elemental de los seres humanos, también.)
(P.S.:
la norma “ocúpate de tus asuntos y no de los de tu hermana”, esa sí
que queda suspendida en caso de acoso o agresión de cualquier tipo.)
2.-
Yo sé que la adolescencia es muy mala. Yo sé que nosotras, las mujeres, para
bien o para mal, llevamos toda la vida machacadas con el qué dirán, con el ser
aceptadas, con el “no me extraña que no tengas novio”, con el “vaya pintas”, “menuda estrecha”, "qué pringada", "niñata", "orco", “así quién te va a querer”. Con mil cosas más relacionadas
con la aceptación de los demás. No es motivo. Nunca es motivo. No penséis que
os van a dar de lado por bordes, ni que el haceros respetar os va a perjudicar.
Puede parecerlo al principio, con la lógica simplona que no ve más allá. Incluso
puede suceder al principio. Pero no. No es así. La primera que te tiene que
respetar eres tú misma. Todo lo que no venga de ahí sale torcido. Sólo se
construye derecho partiendo de ahí. Y me refiero a construirte a tí misma.
De
lo que es construir un grupo de amigos, una relación de compañeros, o incluso
construir en pareja, pues qué os voy a decir. Que lo de que no es motivo
suficiente, que nunca es motivo suficiente para sufrir conductas machistas,
violentas, acoso ni agresiones de ningún tipo, pues muchísimo más. Multiplicado
por mil. Por mil millones de trillones. (Menuda mierda de amigos, de colegas o de pareja saldría de ahí) (sí, he dicho mierda, hijas, qué pasa. Cuando hay que decirlo, hay que decirlo). Que sí, que lo sabéis. Ya sé “que eso
es de cajón, mamá”. Pero hay que repetirlo. Es pasmoso la facilidad con la que se
puede “olvidar”.
3.-
Desgraciadamente tendréis que haceros valer. Tendréis que dar algún que otro
puñetazo en la mesa para haceros respetar. Es triste, pero en cuestión de
machismo, no creo que vayamos a mejor.
4.- ¿Qué por qué no parezco una amargada y una resentida con
todo lo que he tenido que aguantar? Pues porque no lo soy. Las que somos luchadoras de las galaxias sabemos que el resentimiento es como beber veneno y esperar que se muera
la otra persona (Carrie Fisher dixit),
así que además de no tener mucho sentido, no sirve para nada. Pero el
resentimiento es muy distinto de luchar por lo que es justo, e incluso distinto de
pretender el debido resarcimiento. Son muy hábiles hijas mías. Quieren haceros
creer que sois unas mandonas o unas amargadas por desear lo que es justo: no caigáis en esa
trampa.
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