La nueva y esperada trilogía de la Madreconcarné.
Porque no era suficiente con un solo curso
para comprender a sus hijos.
Esta
historia comienza mucho antes de que yo me diera cuenta de que era una historia
(hasta aquí la cita cinematográfica, qué bien he quedado, hecha una cosa más de
esas que siempre quisiste hacer. Ya sólo me falta meter en una entrada alguna
frase de Silvio
Rodríguez. O mejor aún, de Atahualpa Yupanqui,
que es menos conocido y quedo como seguidora de cosasguaises de culto, con lo
que viste eso).
Entonces,
decía (qué bien se me da desbarrar, digo razonar fuera del recipiente, me
tenían que contratar Les
Luthiers), que yo no sabía que esto fuera una historia, ni que tuviera algo
que ver con alguna de vosotras, hijas mías, o siquiera que fuera digno de ser
contado. Es una de las muchas aventuras de CactusAfro quasi reprimidas por mi
mente adulta. (Para los no iniciados, la Madreconcarné ha sufrido diversas
reencarnaciones o estadios mutantes. Su fase larval o infantil es CactusAfro).
CactusAfro
era una niña que vivía por completo en la higuera, socialmente hablando. Quiero
decir que se me había educado, involuntariamente pero de modo eficaz (a través
del ejemplo, principalmente) en la más completa honestidad con respecto a los demás. Una
honestidad rozante con la incorrección social en todos los aspectos. (Rozante incluso
con el salvajismo social, en algún aspecto en concreto, para qué nos vamos a
engañar. A ver si saco tiempo para un par de entradas ilustrativas.)
Uno
de dichos aspectos era lo que largaba. Sí, yo era de esos niños que lo sueltan
todo delante de cualquiera con la mayor candidez, y dándosele una higa de las
convenciones mundanas (que por otra parte, desconocí casi completamente hasta una
edad dramáticamente avanzada). Concretamente recuerdo haber visto la factura de
la gotelización alternativa de casa (¡aaaargggg! ¡odio el gotelé! ¡LO ODIO! Y
si es de tipo fantasioso, mucho peor), y habérsela cantado al primer invitado
que vino a admirarlo. Ocasión a la que se sumaron incontables anécdotas que mi
consciencia no registró debidamente (la fulminancia de miradas maternas
acompañadas de abrupto improperio, sin embargo, sí que la recuerdo: qué
caprichosa es la psique humana). Vosotros diréis que todos los niños son así.
Un poco, no os voy a decir que no, pero en serio, lo mío fue hasta bastante
tarde. Tardé un montón en caerme del guindo. Al fin y al cabo, la evidencia es
la evidencia. Y la convención social sólo una construcción convenida conveniente
de arreglo, sostenida por los pilares sobreentendidos de lo implícito y los arbotantes virtuales de lo tácito.
(Si me lee alguien de mi pasado que se tiene
por ofendido porque no le di los buenos días con la mejor de mis sonrisas,
porque no fui a verle actuar en su momento estelar, porque no le dije que todo
iba a salir bien contra toda evidencia, porque me invitaron a comer y yo ni
siquiera llevé una botella de vino, porque lo normal hubiera sido corresponder
de modo formal a su regalo-invitación-cumplido-ofrecimiento etc…, que sepáis que de ningún
modo podía yo haber aprendido a hacer esas cosas y muchas otras que pertenecen
al acervo de la politesse social.
Ahora que si no os lo creéis y seguís ofendidos, allá vosotros. He dicho.)
Para entender esta historia también hay que conocer
otra característica de la curiosa idiosincrasia de CactusAfro (y que me ha
marcado más de lo que me gusta reconocer): la ausencia de ficción en mi
infancia. Para mí era tan natural que no había sido consciente de ello hasta
hace bien poco. Y con ficción quiero decir narrativa, fabulación, mitología, consejas.
Y con ausencia quiero decir ausencia: erial, páramo, desierto de novelación.
Sucesión de días uno tras otro sin nada más que la cruda realidad. Otro gallo
me hubiera cantado si alguien me hubiera leído o contado aunque solo fuera un
cuento antes de ir a dormir. Miento, sí que me contaron un cuento, una vez. El
del rey que tenía tres hijas, las metió en tres botijas, y las tapó con pez
quieresquetelocuenteotravez. Y punto. (Por cierto, que yo me imaginaba una
merluza encima de las botijas, botijas tapadas con un corcho gordo de los de
garrafón de 16 litros de boca ancha, que yo tan bien conocía, y tal imagen no
me llamaba la atención nada de nada. Ya os digo: nunca cuestionaba el realismo.
Ni siquiera el absurrealismo mágico).
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Garrafón
de 16 litros de boca ancha
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Es lo más parecido que he podido encontrar, pero el nuestro tenía la superficie de arriba oscura porque era un auténtico corcho hecho de una sola pieza de corteza de alcornoque |
¿Dibujos
animados? Pues un capítulo por semana. Uno. En tooooda la semana. Creo recordar
que luego, en un alarde de liberalidad sin parangón, la cosa pasó a dos. (Menudo
disgusto que me llevé por perderme el capítulo de Heidi para ir a comprar el
vestido de primera comunión. Como si fuera ayer, me acuerdo. Y encima no me
compraron el que yo quería de Señorita Escarlata, que era horripirmosísimo…
pero esa es otra historia que será contada en otra ocasión.) (¿Reflexionando
por caminos sinuosos, yo? Naaaaa…).
¿Películas
infantiles? Recuerdo perfectamente el desasosiego y el mal cuerpo que me dejó
una serie
italiana que “teníamos que ver” por ser supuestamente infantil: recreaba
Pinocho. Atroz. Una cosa entre “Los otros” y “Los miserables”. El hada se
volvía una tía loca tipo Baby Jane, no os digo más. De fantasía, nada.
Cutrerealismo de mierda a tope. Tengamos en cuenta, para más inri, que
la tele era en blanco y negro.
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Vengo a hacer realidad todos tus deseeeeos... |
(Pues
sí. Tenía ganas de contar esto en el blog. No se le hace eso a una generación
entera de niños, señores cineastas, Pinocho echado a perder pa los restos, que
esto ya no hay película Disney que lo levante, por Dios. Y no me vengan con que
es culpa nuestra por ver una película que no era para niños porque estamos
hablando de Pinocho. Pi-no-cho.) (Saustealacontumazporquería, leñe).
Así
que, resumiendo, hallábase CactusAfro instalada en la más cruda realidad y nada
entrenada en fantasías y caprichos mundanos. No os digo más que cuando vi Mary
Poppins a la edad de doce años, me produjo tal impresión (positiva) que salí
eufórica y estuve como volando una semana. Desde entonces es de las películas
que más buen rollo me dan (mi parte preferida es la canción de las sufragistas,
como muy bien señaló
Tom).
Hijas mías:
1.- A vosotras no os tengo que explicar que vivir la
primera infancia con solamente la cruda realidad, no es lo más (lecciones me
podríais dar). Pero no os preocupéis. Se recupera uno pronto.
Además, es bueno para asumir ciertas situaciones de la
vida adulta. Que sí. Sólo tenéis que mirar a vuestro alrededor. De moñas y
reveníos está el mundo lleno. Por no hablar de Antoñita la fantástica y su
primo Bulomán, que están a la orden del día. Da pena ver gente hecha y derecha
que no es capaz de aceptar una realidad que no les gusta. No subestiméis la
capacidad de ciertos individuos, y no pocos, para deformar a placer una realidad que a su
ego no conviene (y luego se lo tragan, en serio, si es que es alucinante). Cuesta
de creer.
2.- Mucho me temo que la primera comunión la haréis con
los vestidos de vuestras primas. Eso es así. Aquí gastamos regla de las tres
erres (Reducir, Reutilizar, Reciclar) en abundancia, ya lo habréis notado.
No hay ningún vestido tipo señorita Escarlata a disposición, lo siento Caradeardilla. En compensación, os estoy dejando plimplaros las temporadas completas de Heidi,
nueva versión (No os acordaréis, pero el capítulo en que Clara echa a andar, ni
os cuento los saltos que pegasteis. CaradeArdilla casi llora de la emoción. Caradefresa gritaba. Desde
entonces el sofá no ha vuelto a ser el mismo).
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